Sobrevivir a 50 grados bajo cero


En el globalizado siglo XXI, los últimos nómadas sobreviven a 50 grados bajo cero en Mongolia, uno de los países más fríos del planeta. Para ello, pastores como Davaadorj se cambian de casa siguiendo a su ganado por las montañas de Chuluut, cuyos picos llegan a los 2.000 metros de altitud en la provincia central de Arkhangai, a 630 kilómetros de la capital, Ulan Bator.

En invierno, un coche tarda 15 horas en hacer este recorrido por pistas de tierra heladas. La nieve cubre hasta el horizonte.
No se ve un alma, sólo rebaños de ovejas y cabras y manadas de caballos. En la lejanía, parecen puntitos negros en la blanca inmensidad de la estepa. A medida que el todoterreno se acerca levantando una estela de polvo a su paso, adquieren sus dimensiones reales.

Primero los caballos mongoles, pequeños como potros pero fuertes como bueyes. Con sus largas crines al viento, los machos trotan en carreras de 20 kilómetros. A continuación, las cabras y las ovejas, cubiertas de nieve. Su pelo está sucio y zarrapastroso, pero en Occidente vale una fortuna convertido en cachemira y lana.

«Cada cabra da 300 gramos de cachemira, que vendemos a 60.000 tugrik (34 euros) el kilo», explica Davaadorj la principal fuente de ingresos de los pastores nómadas de Mongolia. Con tres veces la superficie de España, este enorme país emparedado entre dos vecinos aún más gigantescos, Rusia y China, sólo tiene 2,7 millones de habitantes.

La mitad vive en Ulan Bator, pero un tercio de los mongoles sigue conservando su modo de vida tradicional, basado en la trashumancia. Junto a 19 parientes, Davaadorj tiene 400 cabras, 300 ovejas, 170 yaks y 94 caballos, que pastan en las praderas rodeadas por los montes de Chuluut. En verano, una alfombra verde cubre el valle, pero en invierno parece un océano de nieve. «Ahora estamos resguardados en la falda de la montaña, pero en primavera nos trasladaremos junto al río en busca de pastos mejores», desgrana Davaadorj, casado a sus 44 años con Bolor, de 28, y padre de tres hijos.

Casas de quita y pon
A 27 kilómetros, los niños estudian en el colegio del pueblo, que cuenta con dormitorios para los hijos de los pastores porque, de los 3.600 habitantes de Chuluut, 600 viven en yurtas desperdigadas por las montañas. Tanto en las ciudades como en el campo, la mitad de los mongoles habitan en las denominadas “ger”, las tradicionales tiendas de campaña blancas y redondas que tienen seis metros de diámetro y trasladan cada mudanza.

Sus paredes están formadas por planchas de madera y, en el centro, se alzan dos pilares bajo una claraboya por la que entra el sol y sale la chimenea de la estufa de hierro, que también sirve de cocina. El suelo es de madera y está recubierto de lona. Descansando sobre 81 travesaños radiales, el techo ha sido forrado con lana para aislar el frío. Cuando en el exterior las temperaturas bajan hasta 50 grados bajo cero, el fuego de la chimenea mantiene dentro un caldeado ambiente de entre 10 y 20 grados.

«Entre cuatro personas, desmontamos la tienda en quince minutos y tardamos media hora en levantarla», relata Davaadorj, quien vive de la cachemira y la lana. Aquí, la economía es de subsistencia y se basa en el ganado: su piel, su carne, su leche y sus derivados, como el yogur, el amargo queso de yak y hasta un licor suave parecido al sake. «Somos vaqueros, no agricultores. Queremos cultivar verduras y patatas, pero hace mucho frío», se queja el pastor, que necesita comprar arroz, harina, sal, vegetales, cigarrillos y vodka. A veces recurre al trueque y por un cordero adquiere 50 kilos de harina.

En la yurta no hay electricidad y la única luz la proporciona un panel solar, presente en cada tienda porque, por un millón de tugrik (573 euros), se vende con una antena parabólica y un televisor donde se sintonizan veinte canales.

Lo que falta es agua corriente. En verano, las yurtas se instalan junto al río. Su agua cristalina la beben no sólo los animales, sino también las personas, ya que procede del deshielo de las montañas. Cuando el río se congela en invierno, Erdene, el cuñado de Davaadorj, corta bloques de hielo que carga en carros de madera tirados por yaks. Almacenados a las puertas de cada casa, las mujeres derriten luego dichos témpanos en la chimenea para tener agua con la que cocinar.

Caza de lobos
Tampoco hay baños y las necesidades hay que hacerlas en el campo. Son las incomodidades de una vida dura pero sencilla, tan natural que Davaadorj no la cambiaría por los lujos de la ciudad. «¿Qué podría hacer allí, ganar dos dólares al día rebuscando en la basura botellas de plástico para reciclar?», se pregunta. «Las ventajas de vivir en el campo son la libertad y el aire limpio, el inconveniente es el atraso», razona el pastor, quien se plantea llevar a sus hijos a estudiar a la capital.

Aquí, los hombres vigilan el rebaño, montan a caballo, cortan madera, pescan en el río helado y se emborrachan con vodka desde por la mañana. Las mujeres cocinan, lavan, esquilan a los animales y permanecen en segundo plano mientras los maridos salen a cazar lobos. Uno de ellos mató la noche anterior a una cabra de Usilbaatar, un criador de caballos que ha ganado 39 medallas en carreras provinciales, y la arrastró hasta el bosque. Sobre la nieve, un rastro de sangre lleva hasta el animal, descuartizado entre las rocas. De inmediato, los hombres del poblado organizan una batida donde no faltan tiradores expertos como Davaadorj ni Dorjderen, un maestro retirado que a sus 65 años aún tiene buena puntería.

Armados con rifles de la Segunda Guerra Mundial y «Kalashnikov», que abundan por 1,6 millones de tugrik (916 euros) desde que el Ejército ruso se retiró de Mongolia, los jinetes se adentran en la floresta para ahuyentar a los lobos hacia terreno abierto, donde esperan los francotiradores.

Rapado y con su perfil aguileño, Davaadorj permanece agazapado tras unos troncos aguantando las embestidas del viento, que resopla furioso en la cima de una colina. Ocultos en sus madrigueras, el bosque está plagado de lobos que se acercan de noche a los establos, pero los perros los espantan con sus ladridos. En los dos últimos meses, los aldeanos han abatido ya cuatro ejemplares, que luego venden porque con sus órganos se elaboran medicinas tradicionales en China.

«Hay que mantener el equilibrio del ecosistema», sostiene Dorjderen, quien conoce a los pastores de su paso por el colegio y aún se enorgullece de haber traído la electricidad al pueblo de Chuluut en el año 2000, cuando era alcalde.

Todos ellos abominan de la época comunista, cuando había espías de la KGB hasta en las familias, las granjas colectivas tenían que cumplir las cuotas fijadas en los planes quinquenales, no se podía viajar libremente y los altares budistas estaban prohibidos en las yurtas. Hoy, los mongoles intentan adaptarse a la economía de mercado y a los impuestos, que no pagan por la tierra, pero sí por los animales y la madera que cortan para calentarse.

Vodka desde por la mañana
Reunidos en torno al fuego en la cabaña de Davaadorj, brindan con vodka y se beben la vida a grandes sorbos mientras hablan de sus cosas: la cabra que ha parido, la oveja que se ha partido un pata, las truchas que han pescado en el río congelado tras abrir un agujero de un metro y medio en el hielo o la parabólica que se ha estropeado. Acostumbrados a vivir a 50 bajo cero, el frío ya ni siquiera es tema de conversación.

Los cinco lugares más fríos del planeta
1. VOSTOK (Antártida)En la estación científica rusa se llegó en 1983 a -89º
2. ELLESMERE (Canadá)Esta isla es el lugar habitado más frío del mundo
3. OYMYUAKON (Rusia)-71º en 1926. Es el lugar más frío del hemisferio norte
4. PARQUE DENALI (Estados Unidos)Monte con las temperaturas más bajas
5. CHUULUT (Mongolia) A 630 kilómetros de Ulan Bator, la capital más gélida

Por www.abc.es