El brutal crimen de los Claveguera


La escena era de una brutalidad excepcional. Las tres víctimas habían muerto a golpes, con un objeto contundente. Probablemente, una herramienta o una barra metálica. Una lluvia de golpes en la cabeza había acabado con ellos. Los cadáveres estaban en habitaciones distintas, y el de Andrea, desnudo. La autopsia ha descartado la agresión sexual. Se cree que la joven de 16 años fue sorprendida hacia las ocho de la mañana por su agresor o agresores cuando se duchaba y que fue arrastrada de los cabellos —había mechones por doquier— hasta la habitación donde luego fue hallada.



No hay todavía —aún rige el secreto de sumario— versión oficial de los hechos. Campo abierto a especulaciones, contradicciones, deducciones... A estas alturas, enterradas ya las víctimas, lo seguro es que el viernes 27 de enero, alredededor de las cinco de la tarde, fueron hallados en el piso 2º 2ª del número 287 de la calle Cerdeña de Barcelona los cadáveres, con evidentes signos de violencia, de sus tres residentes: un matrimonio de unos ochenta años, los Claveguera, y su nieta Andrea Calafat, de 16 años.

La macabra escena fue descubierta por una de las hijas del matrimonio, tía de la menor, cuando llegó al domicilio junto con su ex pareja, un hombre que ese día lucía botas camperas de piel de serpiente y al que por momentos se le colgó la etiqueta de asesino. Al poco de descubrir el triple homicidio, ya con la Policía en plena faena, el hombre bajó a la calle y dejó un pequeño perro, el de los Claveguera, dentro del maletero de un Mercedes-Benz aparcado en la calle, a la vista de curiosos. El animal, al que habían encontrado lamiendo los cadáveres de sus dueños, debía ser apartado de la escena del crimen; nada más.

Un asunto pasional o familiar
Según fuentes policiales, la puerta del piso no estaba forzada y el caos de cajones removidos y muebles por el suelo era tal que invitaba a los investigadores a pensar lo contrario de lo que se pretende. Que se intentó simular un robo que no fue. Además, abundando en el móvil de esta carnicería, hay indicios que llevan a clasificarlo como un asunto personal, pasional, de familia o entorno. Una puerta sin forzar —aunque pudo ser abierta bajo engaño—, un ensañamiento que la criminología achaca a agresiones entre conocidos —cuando no median drogas, trastornos mentales o los tres en uno— y un detalle sobre el estado en que estaban las víctimas. Al menos una de ellas, la abuela, que tenía problemas de movilidad y probablemente estaría durmiendo, con el rostro tapado. Las tres, según otras versiones. El gesto de cubrir la cara se asocia al pudor que le invade al verdugo cuando ve muerta a una víctima que conocía de antemano. Por aquello de las miradas que aún le persiguen a uno cuando los ojos ya no están vivos, una suerte de corazón delator como el que en su día relató Edgar Allan Poe.

De resultas, las miradas inquisitivas se ciernen sobre la familia y el entorno de las víctimas. Las policiales y las periodísticas. Andrea, Nea para los amigos, vivía con sus abuelos maternos —Josep y su esposa— desde muy niña, después de que su madre, Marta, separada del padre de la menor y a la que algunos califican de persona con problemas mentales y de drogas, cediera su tutela al matrimonio Claveguera. La madre veía algunas veces a su hija; su padre, casi nunca, dicen. Hay quien ubica a Marta en Cubelles (Barcelona), cerca de unos familiares. En esta localidad costera viven Marcel, hermano de Josep, y su esposa, Dolors, que se enteraron por la televisión del triple homicidio. A la llamada de ABC, Dolors descuelga el teléfono y balbucea una educada excusa para no hablar. «Están muy tocados», advirtió una vecina. Imposible, pues, precisar dónde está la madre de Andrea, un ecosistema que también rastrean los Mossos en busca del sospechoso o sospechosos.

Otro entorno bajo la lupa policial es el de Andrea, que algunos pintaban como un poco conflictivo. Andrea no había logrado acabar la ESO. Cuando la cursaba, en un instituto de Barcelona, apenas asistía a clase. Entonces, pasó a realizar uno de los llamados programas de cualificación profesional inicial (PQPI, sus siglas en catalán), diseñado para los adolescentes que han hecho la ESO pero no logran sacarse el título. Andrea aprendía peluquería y estética, bajo supervisión del instituto, pero eso tampoco resultó. Y de ahí su plena inmersión con su cuadrilla de amigos. Tuvo varios novios. Su físico —«Barbie» la llamaban algunos— era un imán. Se dice que con el último rompió hace poco. Otro cabo suelto.

Discusiones acaloradas
Según dan fe amigos y conocidos, el anciano Josep y su esposa no veían la manera de encarrilar a su nieta. Rebelde aunque solo fuera por el contraste generacional, a la niña se la había visto y oído discutir acaloradamente con su abuelo en una sucursal bancaria. Se intuye que por algún pago,quizá por la paga, quién sabe.

En el mismo día de autos, al calor de las decenas de periodistas que acudieron ante la casa de los horrores, algunos vecinos se animaron a retratar a la adolescente como conflictiva. Le colgaron «problemas con las drogas, como su madre» y «amenazas a gritos contra sus abuelos». Fue el caso de Juan Ramón March, quien afirmó indignado que había llamado «varias veces a los Mossos para avisarles de discusiones». Así que se apresuró a dar por archivado el caso: «Ella mató a sus abuelos y se suicidó».

Andrea fue enterrada el pasado jueves. Sus últimos hálitos de vida, como los de sus abuelos, siguen rodeados de misterio.
Por www.abc.es